DOCTORA DOLORES ALEU, A PEDRADAS Y SIN CORSÉ. Por Esther Bajo

Sección: La triple diosa

Viernes, 26 de abril. 2024

Este mes se han cumplido ciento diez años de la muerte de la primera médica española, Dolores Aleu Riera, lo que da mucho que pensar sobre las mujeres pioneras, sobre las mujeres en la profesión médica y sobre las mujeres como pacientes. Dolores consiguió estudiar Medicina gracias al apoyo de su padre -lo que no era nada habitual en esa época- y a una Real Orden de Amadeo I de Saboya que, dos años antes, había permitido matricularse en Medicina a otra pionera, María Elena Maseras.

Dolors Aleu Riera

En el siglo XIX una mujer, si era pobre, nacía para procrear y deslomarse; si era rica, para procrear y morirse de aburrimiento. El mandil –en el primer caso- y el corsé –en el segundo- eran auténticas cadenas. Dolores era una mujer de corsé, hija de un alto funcionario de la Policía. Asistía a la Facultad de Medicina con dos escoltas pagados por su padre para protegerla de las pedradas con la que, a menudo, la recibían algunos estudiantes. Con 22 años terminó las veinte asignaturas de la carrera con quince sobresalientes y cinco notables, pero se le prohibió realizar el examen de licenciatura. ¡Una cosa era admitir la rareza de que una mujer se empeñara en estudiar Medicina y otra permitirle ejercerla! Lo mismo le sucedió a Elena Maseras, quien acabó desistiendo y estudiando Magisterio.

A la tercera fue la vencida y en 1882 Dolores consiguió hacer el examen de licenciatura, que aprobó con un excelente. Dos meses después se doctoró, casi al mismo tiempo que la tercera pionera de la Medicina española, Martina Castells, que nunca pudo ejercer porque las complicaciones de un parto se llevaron su vida prematuramente, lo cual sí era muy frecuente en la época, precisamente porque la Medicina se ocupaba menos que nada de los problemas médicos que afectaban a las mujeres y seguramente fue el motivo por el que Dolores se especializó en Ginecología y Obstetricia.

Su tesis doctoral, que tituló “De la necesidad de encaminar por una nueva senda la educación higiénico-moral de la mujer”, era un auténtico desafío a un tribunal formado por los médicos que le habían negado dos veces su derecho a presentarse, tal como le advirtió el catedrático Joan Giné y Partagás quien, según le escribió su alumna en una carta de agradecimiento, fue “el único que ha levantado su elocuente frase apoyando al sexo débil contra los ataques del fuerte en las infinitas dificultades presentadas en mi carrera”. Pero aún mayor desafío era el contenido, un auténtico alegato contra el sistema patriarcal, que comienza así: “La vida de la mujer, desde los tiempos más remotos, viene siendo un continuo martirio. Lo extraño, lo triste y lo ridículo es que continúe este martirio en pleno siglo de las luces”. A partir de ahí, en una narración tan apasionada como brillante, repasa la situación de las obreras que trabajan como esclavas en talleres insanos y sufriendo el acoso de hombres que, “desde el dueño al último mayordomo se creen con derecho a empañar la honra de las infelices trabajadoras”; la situación de las mujeres campesinas que realizan las mismas tareas que sus maridos añadiéndolas la crianza de los hijos y las labores del hogar; la de las prostitutas y la degradación a la que son sometidas, y la de las mujeres ricas, que crecen endebles, ignorantes y sometidas al afán de lujo por aburrimiento intelectual, cautivas de corsés que deforman sus cuerpos, “como si lo delgado fuera equivalente de lo hermoso”.

Relieve romano hallado en Ostia Antica, Museo de la Ciencia de Londres.

La tesis no deja títere con cabeza: “Hemos sumido los músculos de la mujer en la inacción, hemos apagado el fuego de su inteligencia (…); hémosla despojado de todo derecho político, la hemos encerrado en el hogar, la hemos desposeído de aptitudes para el trabajo inutilizándola para vivir sin tutela”. Dolores aboga por la educación –“Nunca consentiría la mujer ser degradada si fuera más instruida”- como forma de mejorar la salud de las mujeres y de la propia sociedad, y termina interpelando con valentía al tribunal: “¿Qué peligro hay en que a las mujeres se las reconozca aptitud para ejercer la Medicina, si dan pruebas de poseer bastantes conocimientos en esta rama del saber? ¿Qué daño ha de ocasionar esto?”.

Dolores sabía que en otros países ya había mujeres estudiando en la Universidad y puso como ejemplo Rusia, donde se habían licenciado en Medicina 200 mujeres. En realidad, la primera mujer que estudió Medicina fue la alemana Dorothea Christiane Leporine, autodidacta que, a mediados del siglo XVIII, ejerció la Medicina hasta que fue denunciada por otros médicos como incompetente; se sometió entonces a un examen –en latín- que superó con tal brillantez que obtuvo un permiso real para tener su acreditación. Habrían de pasar casi cien años para que apareciera la que es considerada como la primera mujer titulada en Medicina, la estadounidense Elizabeth Blackwell, que se graduó con las más altas calificaciones de su generación pero, al no conseguir trabajo en ningún hospital, fundó, con la ayuda de un grupo de mujeres, una clínica para atender a los más pobres de Nueva York y, posteriormente, el primer hospital dirigido enteramente por médicas, la Escuela de Enfermería de Nueva York y una Escuela de Medicina, que codirigió con Rachel Cole, la primera mujer afroamericana que se graduó en Medicina y en la que se graduaron más de trescientas médicas, pues su tenacidad e incansable trabajo fue una inspiración para muchas otras mujeres, que siguieron su camino también en otros países, entre ellos Inglaterra, donde un grupo de siete mujeres, tras ser atacadas y expulsadas de la Universidad por sus propios compañeros, siguieron el consejo de Blackwell y fundaron la Escuela Londinense de Medicina para Mujeres, aún en funcionamiento. Tras legar conceptos vanguardistas, como el seguro contra la enfermedad y la vejez o las cooperativas para mejorar las viviendas de los pobres o disminuir el precio de los alimentos, Elizabeth Blackwell murió, a los 90 años, en 1910.

Dolores Areu moriría tres años después, después de veinticinco años ejerciendo la profesión en su consulta, en la que atendió a señoras burguesas con dolencias ginecológicas desatendidas, pero también a prostitutas, madres solteras, mujeres pobres del barrio chino de Barcelona y niños huérfanos. Además, fue profesora en la Academia para la Ilustración de la Mujer, fundada por Esmeralda Cervantes, y autora de textos para aumentar la calidad de vida de las mujeres y la higiene de sus hijos. Ella, por cierto, tuvo dos, uno de los cuales se hizo también médico, pero durante sus prácticas se contagió de una tuberculosis de la que su madre no pudo salvarle. Víctima de la depresión por la muerte de su hijo, Dolores Areu abandonó la consulta, se encerró en su casa y murió dos años después. En su cortejo fúnebre la acompañaron cientos de mujeres de todas las clases sociales y los trescientos niños de la Casa de la Caritat. Su marido quemó prácticamente todas sus pertenencias y toda la documentación que las generaciones futuras hubiéramos necesitado para estudiar una figura tan singular y excelente.

Por desgracia, Dolores fue un “rara avis” en España porque, a pesar del impulso del movimiento feminista a principios del siglo  XX, hasta los años sesenta -casi ochenta años después que ella- no empezaron a licenciarse mujeres en Medicina. Su número, no obstante, no ha sido significativo hasta hace veinte años, cuando han pasado de ser el 6 por ciento del alumnado a más de la mitad, en la actualidad. Eso sí, aunque son mayoría en los hospitales, aún son muy pocas las que acceden a puestos directivos. Los propios Colegios Médicos Provinciales están dirigidos casi exclusivamente por hombres. También en la investigación, la presencia de mujeres va disminuyendo a medida que aumenta la importancia del cargo, a pesar de haber habido ejemplos de investigadoras tan notables como Rosalind Franklin, fundamental en el estudio de la Genética, o Gertrude Belle Elion, ganadora del Premio Nobel por haber descubierto, entre otros 45 tratamientos para combatir el cáncer, el primer medicamento para tratar la leucemia.

Y la investigación es fundamental, porque la mayor desigualdad que se produce entre hombres y mujeres en el campo médico, ni siquiera es en la práctica de la Medicina, sino como pacientes. Si me permiten un apunte personal, en dos ocasiones en las que me he quedado embarazada, perdí a mi criatura por una circunstancia que, en teoría, no podía producirse dos veces seguidas y mi ginecólogo me confesó que, en realidad, no se tenía ni idea de por qué o por qué no sucedía porque apenas se investigaba nada sobre los órganos reproductivos femeninos.

Imagen de la obra de Hildegarda de Bingen

La socióloga Rene Almeling dice que “la ciencia ve el cuerpo del hombre como el estándar y el de la mujer como el reproductivo”. En efecto, Caroline Criado Pérez, en su libro “La mujer invisible”, da cuenta de la escasísima presencia de mujeres en los ensayos clínicos que, a menudo, sólo se hacen con hombres, sin tener en cuenta la forma en que las diferencias genéticas y hormonales influyen en el sistema inmune y en determinadas patologías. Es más, incluso los ensayos con roedores, suelen hacerse sólo con roedores machos. Así, algunos medicamentos eficaces en hombres, no lo son en mujeres. Un estudio publicado por la profesora Rebecca Shansky en la revista “Science” da cuenta de muchos ejemplos, como el zolpidem, que las mujeres metabolizan mucho más despacio y otros en los que los efectos secundarios se duplican o más en el caso de las mujeres. Pero los efectos de esa infrarrepresentación de las mujeres en la investigación y ensayo afecta también a los diagnósticos. La Fundación Española del Corazón, por ejemplo, afirma que las mujeres que mueren por problemas cardiovasculares son un ocho por ciento más que los hombres, probablemente porque los síntomas son diferentes que en los hombres y los facultativos “no han asumido estas diferencias, perjudicando significativamente a las mujeres”, a las que se realizan muchas menos angiografías y pruebas médicas preventivas que a los hombres. Esta discriminación a la hora de hacer pruebas diagnósticas y administrar tratamientos a las mujeres se produce en otras muchas enfermedades, como el ictus, primera causa de muerte de mujeres en España, o la EPOC (Enfermedad Pulmonar Obstructiva Crónica). No es de extrañar que todos los estudios señalen que las mujeres, si bien viven más años que los hombres –básicamente porque asumen menos riesgos- tienen peor salud, habiendo una diferencia de hasta veinte años de mala salud.

Es una discriminación que enferma y mata y resulta más injusta y dolorosa por el hecho de que, a pesar de la imposibilidad (aún en algunos países) o dificultad para que las mujeres accedan a la carrera médica, históricamente las mujeres han sido las principales encargadas de la salud de los demás. Algunas incluso dejaron su nombre para la posteridad, como Peseshet, que ejerció como supervisora de las mujeres médicas durante la Dinastía IV de Egipto; como Metrodora, cuyo tratado “Sobre las enfermedades y los cuidados de las mujeres”, escrito en torno al siglo III, fue referencia para los médicos, no solo griegos, sino romanos y medievales; como Trótula di Ruggiero que, en el siglo X, fue profesora de la primera escuela de medicina conocida, en Salerno, y cuyos textos tuvieron enorme influencia durante siglos, o como Hildegarda de Binden que, cien años después, escribió dos libros imprescindibles para el conocimiento del cuerpo humano y de la medicina natural.

Detalle de un cuadro de Adam Elsheimer, pintado en 1598

Después, el silencio, pero no el vacío, porque enfermeras voluntarias en hospitales, curanderas y amas de casa tuvieron una importancia crucial en la salud de la población, desarrollando verdaderas capacidades y conocimientos como sanadoras. La obra Sanadoras olvidadas de la prestigiosa catedrática Sharon T. Strocchia –un libro delicioso, por otra parte- habla, por ejemplo, de la fundamental importancia durante el Renacimiento de las “monjas apotecarias” (farmacéuticas), que, en la elaboración de remedios para distintas enfermedades, fueron “innovadoras comerciales que respondían con rapidez a las tendencias del mercado” y pieza esencial durante las numerosas pandemias. Strocchia afirma que la actual ciencia médica tiene sus raíces “en los cuidados cotidianos que las mujeres aprendieron mediante la práctica”; que ya en el Renacimiento, puede probarse que las mujeres “poseían una paleta más amplia de destrezas sanadoras y conocimiento del cuerpo humano de la que tenemos hoy” y, en definitiva, que “dado que la medicina en el hogar era la primera solución para la mayoría de europeos hasta el siglo XIX, las madres, hermanas e hijas aprendían a preparar remedios básicos, curar heridas, diagnosticar enfermedades comunes, realizar cirugías menores y otras tareas”. En suma, habremos tardado siglos en poder ejercer la Medicina, pero las mujeres hemos sido, desde siempre, el primer Servicio de Urgencias.


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