MARÍA ANTONIA, LA ESCLAVA QUE COMPRÓ SU ALMA. Por Esther Bajo

Sección: La triple diosa

Viernes, 8 de diciembre. 2023

Nació en El Congo en 1740. Su vida estaba marcada por las labores familiares y, sobre todo, por el miedo, pues no pasaba una semana sin que alguna aldea vecina se viera asaltada por grupos de blancos armados que llamaban portugueses y encadenaban a todo hombre o mujer joven que encontraran y se los llevaban en un viaje sin retorno a no se sabe dónde. Otras veces eran los propios soldados del rey los que, se decía, apresaban a la gente para venderla a los blancos a cambio de otros productos, como si fuera comparable un ser humano con un espejo o una pieza de tela. Ella tenía quince años cuando el asalto se produjo en su aldea. Encadenada y enjaulada, fue llevada a través del gran río hasta un puerto de mar; allí, arrastrada a un barco en el que, amontonada como un saco junto a muchos otros hombres y mujeres, terminó en una gran plaza de una ciudad llamada Cádiz. Para entonces, ya se había hecho a la idea de que había dejado de existir como persona, de que se había convertido en un animal de carga; no, algo menos aún, pues a un animal no se le viola.

Empujada a lo alto de una tarima, fue exhibida ante centenares de personas, nobles y curas en su mayor parte, y vendida como esclava a un hombre grande, llamado Manuel Letrán, contramaestre de la Armada.

Lo primero que hicieron fue bautizarla y ponerla por nombre María Antonia. No entendió ella nada de la ceremonia excepto que se trataba de salvar su alma, lo que le dio esperanzas, puesto que si le reconocían un alma, quizá la trataran en el futuro como a una persona. Pero no fue así. Y cuidar de su alma se convirtió en una tarea incluso más difícil que la de conseguir que sobreviviera su cuerpo, pues unos hombres llamados «Santo Oficio» eran implacables castigando cualquier descuido. Muchas veces tuvo ella que ver cómo se azotaba a esclavos que habían soltado una mala palabra o mostrado querencia hacia algún objeto que sus amos consideraran superstición o reverencia al sol. A veces, después de azotarles, les untaban las heridas con tocino caliente, causando grandes alaridos en el infeliz, y a eso le llamaban «pringamiento». Pero la peor parte se la llevaban los que llamaban moriscos cuando les pillaban rezando a otro dios que no era el del amo. A esos se les sometía a grandes tormentos y después se les quemaba en una hoguera. Esa suerte le tocó a un vecino al que su amo llamó moro y él respondió que, pues le llamaba moro, moro quería ser y que le quemasen, que más quería morir que estar en esa casa. También quiso morir otro que, dedicado a cargar leña cada día, bajo la lluvia o en el más extremo frío, sin prácticamente comer bocado los más de los días, tomó una soga de esparto y la puso en la caballeriza de un madero para ahorcarse, pero se lo estorbaron y fue llevado al Santo Oficio para ser sometido a tormento.

De esos y otros ejemplos tuvo ella que ir aprendiendo la lengua, creencias y costumbres de esa tierra de la que ya no habría de moverse nunca, mientras se entregaba al oficio de servir a su amo en lo que se le mandara.

Nunca se casó. No por falta de ganas, pero estaba prohibido que los esclavos tuvieran entre ellos ayuntamiento carnal, aunque sabía de mujeres a las que sus amos alquilaban o vendían a mancebías como prostitutas. También yacer con los amos era pecado, pero cuando los amos lo hacían quizá no lo era, pues sucedía con frecuencia. Ella, de hecho, tuvo dos hijos con sus amos; a uno, el amo lo llamó Antonio Cayetano y al otro Antonio de Padua. El mayor se quedó en la casa como esclavo y vivió muchos años, pero no tantos como ella. Murió en sus brazos de una mala enfermedad y de sus brazos le quitaron a su segundo hijo, apenas lo hubo criado, para venderlo en otro lugar, sin que nunca más supiera de él. Y aún se consideraba afortunada, que Mariana, con quien coincidía en la fuente lavando la ropa, era esclava del regidor, el cual, para ahorrarse de comprar más esclavos, la había hecho a ella concebir ocho hijos. Por cierto que de tanto le servía que, para que no se le extraviara, la había marcado con el nombre completo del dueño y su lugar de residencia, cuando la mayoría se conformaba con marcar a sus esclavos -con hierro o clavo-, con las iniciales o meramente con la ese de esclavo o las letras SI (Sine Iure).

Recreación virtual de una esclava africana en España.

Tampoco pudo tener muchas amigas, pues no tenía tiempo ni estaba bien visto. Además, las pocas que tuvo las lamentó, pues después de encariñarse hubo de ver cuán triste final tenían. Así, por ejemplo, Cristina, a quien una noche su amo la metió en un aposento y la hizo desnudar por completo; después, le ató las manos atrás y le echó una soga de cáñamo a los pies para arriba y la cabeza para abajo y estando en esta forma llamó a otro esclavo y le mandó que la azotase con unos cordeles de cáñamo, y tanto la hizo azotar que le hizo correr la sangre por todo el cuerpo y le dejó todos los huesos lastimados. Y así, dolorida y sangrante, la dejó toda la noche y el día siguiente, sin querer darle ni un poco de agua, hasta que se le metió el frío de tal forma en el cuerpo que, poco después, se murió. O Francisca, a la que, además de sólo poder salir de casa para ir a la iglesia con soga y mordaza en la boca, la castigaron a recibir doscientos azotes en la plaza y otros doscientos en una villa cercana donde, al parecer, había cometido el delito –alguna palabra mal dicha sobre algún santo-, después de lo cual se la devolvieron a su amo para que dispusiera de ella a voluntad pero fuera del distrito, de modo que la vendió y María Antonia tampoco volvió a verla más. 

Su último amo se llamaba Manuel Isidro Jaén Varela y tenía una hermana, Petronila, con la que María Antonia entabló una relación como nunca había tenido antes con nadie y a la que hubiera podido llamar amiga. El amo era también el mejor que había tenido y un día, cuando la muerte entró en su cuarto, anunció que se proponía darle la libertad. Aunque era poco frecuente, ella había conocido a algunos esclavos que habían dejado de serlo y había podido comprobar que su vida cambiaba poco, pues habían tenido que seguir trabajando para el amo y, a veces, también para otros, sin que la gente les mirara mejor ni diera consideración alguna, pero, con todo, la palabra libertad le sonó tan bien que se dejó inundar por esa idea y se sintió como si volviera a correr por la sabana, desnuda y ajena a los males del mundo y de los hombres. Con mucha razón decía don Quijote a Sancho -¿lo sabría ella?-, “la libertad es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.

Testamento de María Antonia.

Y sí, siguió trabajando, pero siempre a su gusto  y con la cabeza alta, feliz de ver que su trabajo tenía ahora otro rédito que no era el de solo un plato de comida, sino un dinero que ella supo ahorrar hasta poder, ¡nada menos!, que comprarse una casita con sala baja, alcoba y un cuartito alto que se convirtió en la expresión de su triunfo, en la prueba de que su vida había tenido más sentido que el de sufrir. Cuando vio acercarse el final, decidió hacer testamento, pues vio que tenía dinero bastante para que se la enterrara con cruz alta y diez capellanes de la iglesia parroquial y se le rezaran cincuenta misas, a cuatro reales cada una; al final, ella ponía precio a su alma, ese alma que se le reconoció con el bautismo pero que nunca más fue apreciada por quienes la vendían y compraban como si fuera un mueble y la obligaban a vivir peor que un animal de granja. La casa, se la dejó a Petronila.

Y así se convirtió María Antonia Varela en la primera esclava liberta de la que conocemos que pudo dejar en herencia una casa propia. Su testamento, hallado en el Archivo Provincial de Cádiz, fue una auténtica sorpresa para los historiadores, que la consideran un caso excepcional porque, es de imaginar, ella debió de ser una mujer excepcional. Realmente había que serlo para destacar, de un modo u otro, en las míseras condiciones sociales y vitales en las que vivían los esclavos y, en este sentido, no sabemos dónde habría llegado María Antonia si, al menos, no hubiera sido una mujer, como Juan Latino, autor del poema épico “La Austriada” o Sebastián Gómez y Juan Pareja –esclavos, respectivamente, de Murillo y Velázquez-, que aprendieron a pintar al servicio de sus amos o ese esclavo cuya venta se anunciaba en el madrileño Diario en agosto de 1759, describiéndole como negro, “de buen arte natural, sin ser zambo ni estevado de piernas”, que sabe “servir puntualmente, cuidar con aseo de la ropa, casa y caballos, cocina medianamente, cochear con dos mulas” y, nada menos que “tocar el clarín, la flauta dulce y la travesera”.

Su historia es un buen punto de partida para recordar que algo tan impensable como la esclavitud fue una realidad perfectamente legal en España hasta hace poco más de cien años, concretamente hasta 1886. Para entonces, ya se había abolido en Dinamarca y Noruega, Chile (donde la abolición provocó una guerra civil), Méjico, Inglaterra, Francia, Perú, Estados Unidos y Portugal, por este orden. En Brasil se aboliría un año después, aunque aún en 2003, siendo presidente Lula da Silva, el Gobierno liberó a casi once mil esclavos.

Con todo, incluso después de la abolición de la esclavitud, en España la palabra “negro” o “negra” constituían un grave insulto y, de hecho, la historiadora Rocío Periáñez, en sus tesis doctoral sobre “La esclavitud en Extremadura en los siglos XVI a XVIII», da cuenta de numerosos ejemplos en los que calificar a alguien de negro o mulato o meramente insinuarlo significó una demanda ante los tribunales por injurias y todavía durante la Guerra de la Independencia se recoge la queja de un teniente coronel retirado de no haber podido sus tres sobrinos alistarse y, como respuesta, se le decía que no se ha alistado a los jóvenes, a pesar de su tez pálida, “por la pública opinión de ser negros y repugnar por este motivo los demás mozos”.

Sin pretender agobiar con los datos, recordemos, por ejemplo, que sólo en el siglo XVI algunos historiadores cifran en cien mil los esclavos traídos de América o que, a finales del siglo XVII, salían 15.000 esclavos al año de la parte baja del río Congo. Quizá no deberían extrañarnos demasiado noticias como la publicada el año pasado, de la liberación de 518 personas explotadas en condiciones de esclavitud en todo el país (de ellas, 245 eran mujeres y 34 eran niños) o, este mismo año, la detención de 43 personas que formaban parte en Málaga de una organización dedicada a explotar a inmigrantes marroquíes a quienes traían en situación irregular y forzaban a trabajar en empresas agrícolas en jornadas de más de doce horas al día, incluidas las horas peores de las olas de calor del verano, y dormir en el suelo en condiciones infrahumanas.

“En mis estudios –dice el historiador Marcus Rediker, autor de Barco de esclavos– veo una conexión directa entre la violencia deliberada usada en el sistema esclavista con el racismo y la violencia actual. Debemos comenzar con un reconocimiento honesto de lo que sucedió. Hay disculpas, pero necesitamos ir más allá. Se deben reparar los daños de la trata de esclavos, eliminar los prejuicios, la pobreza, la desigualdad y las muertes prematuras. Las reparaciones no son sólo cuestión de dinero, sino de educación, de justicia social y de una vida mejor para todos. Si no afrontamos el daño de nuestra historia violenta, persistirá una injusticia masiva”.


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