EGERIA, LA VIAJERA. Por Esther Bajo

Sección: La triple diosa

Viernes, 24 de mayo. 2024

Dos de los personajes de la Historia española que más me fascinan son mujeres y, además, vecinas. De uno ya traté en un artículo: Eude (o Ende), la pintora del Beato de Tábara, en el siglo X, cuyo enorme y original talento (además de otras virtudes personales que pueden presuponérsele, como el coraje y el tesón) la convirtió en la primera mujer reconocida como pintora y única admitida en un scriptorium de monjes iluminadores, poniéndosela incluso por delante de ellos. Pues bien, Eude tiene tan poco reconocimiento público como Egeria, otro personaje absolutamente extraordinario. Vivió mucho antes que la otra, en el siglo IV, pero igualmente un tiempo en el que las mujeres no valían más que una res y no contaban para nada… a no ser que decidieran ser monjas, lo cual parece contradictorio, pero no lo es, pues en la época, el mundo de las mujeres era un claustro mucho más restrictivo que el de un convento.

Pues bien, Egeria ni siquiera escogió ese camino. Al contrario de lo que en un principio se pensó, no fue monja, sólo una mujer de noble familia, con decidió aprovechar su dinero para ver mundo, todo el mundo hasta entonces conocido, y dejar constancia de lo que veía.

El trayecto seguido por Egeria en sus viajes

Aunque fue la primera gran viajera y la primera escritora de viajes de la historia (mil años antes que Marco Polo), apenas se sabe nada de su vida, como ha pasado con todas las mujeres que han nadado contracorriente. Se sabe que nació en Gallaecia, provincia romana que abarcaba la actual Galicia, parte de Portugal, Asturias y León; algunos autores piensan que, más concretamente, era berciana dado que, al menos, sí sabemos que allí vivían sus hermanas, a quienes dirigía sus escritos. Todo lo demás lo sabemos por su “Itinerarium Egeriae. Peregrinatio ad Loca Sancta”, comúnmente conocido como “Itinerario de Egeria”, y ni siquiera lo poseemos completo, sino que faltan las primeras y las últimas páginas. Lo encontró a finales del siglo XIX Giam Francesco Gamurrini en una biblioteca de Arezzo, el mismo año -1884- en el que se había encontrado una carta escrita a los monjes de El Bierzo por San Valerio que la mencionaba. Posteriormente, se halló otra referencia a Egeria (también nombrada Etheria) en el “Liber de locis sanctis” de Pedro el Diácono. Eso es todo, a pesar de que, durante muchos años, su diario era el único libro que los viajeros tenían para conocer al detalle un mundo lleno de incógnitas.

Pero es un libro extraordinario no sólo por su rareza, sino porque revela a una autora excepcional y me atrevo a decir que a una periodista excepcional, pues, para empezar, se deja ver claramente que era un mujer muy culta pero que su propósito era divulgativo y, así, lo escribió en latín vulgar, lo que ha sido muy útil a los filólogos para conocer la evolución del lenguaje. Por otra parte, narra los sucesos que tienen lugar de forma minuciosa, pero también muy entretenida, incluso con sentido del humor y siempre buscando la verdad, a diferencia, por ejemplo, de otros viajeros posteriores que llenaron sus escritos de historias de oídas, leyendas o meras fantasías.

Su manuscrito es la única huella que nos ha llegado de ella. Desgraciadamente está incompleta.

Egeria, que se define a sí misma como una mujer de ilimitada curiosidad, describe al detalle los más de 5.000 kilómetros que recorrió a través de la red de vías romanas, incluyendo lugares inhóspitos o especialmente peligrosos, ubicando sus alojamientos –mansio o casas de postas, en ocasiones, monasterios en otras-, ofreciendo numerosos datos topográficos y geográficos, describiendo ciudades, montes, valles, iglesias, tumbas, ruinas…; pidiendo explicaciones de cuanto observa e intentado comprobar por sí misma cuanto se le dice. Incluso, aun siendo, lógicamente, una mujer muy religiosa, busca pruebas que den veracidad a los textos sagrados y cuando no las encuentra, reconoce sin ambages sus dudas.

Su narración contiene también muchos datos antropológicos. Así, describe las fiestas, ceremonias y procesiones; habla de usos y costumbres locales y da datos de cómo se practica el catolicismo en tan lejanos lugares; por ejemplo, explica cómo se prepara a los catecúmenos de cara al bautismo, cómo eran las catequesis y los ayunos; cuánto duraban, etcétera. Todo ello convierte su Itinerario en una auténtica guía de viaje, escrita de forma completamente realista.

Por ejemplo, extraigo un párrafo de una larga descripción de la festividad del Viernes Santo en Palestina: “Cuando comienza a ser el canto de los gallos, se baja del Inmobon cantando himnos y se llega al lugar mismo en el que oró el Señor, como está escrito en el Evangelio: ‘Y se apartó como un tiro de pieda y oró’ y lo demás. En ese lugar hay una iglesia muy elegante. Entra en ella el obispo y todo el pueblo, se dice allí una oración propia del lugar y del día, se dice también un himno apropiado y se lee el mismo texto del Evangelio donde dice a sus discípulos: ‘Velad, para que no entréis en tentación’. Y de allí con himnos bajan a pie con el obispo a Getsemaní, aun los niños pequeños. Como es tan grande la multitud de gente y están cansados por las vigilias y ayunos cotidianos, y como hay que bajar monte tan alto, se llega a Getsemaní poco a poco, cantando himnos. Más de doscientas antorchas de iglesia han sido preparadas para alumbrar todo el pueblo. Se lee el texto donde fue prendido el Señor. Acabado el texto, todo el pueblo prorrumpe en tales sollozos, gemidos y lloros, que tal vez se oyen en la ciudad estos gemidos de todo el pueblo. Después se va a pie a la ciudad cantando himnos; se llega a la puerta a la hora en que un hombre apenas puede distinguir a otro hombres, y de allí van todos por medio de la ciudad, sin faltar ni uno solo; mayores y menores, ricos y pobres, todos están allí presentes”.

Todo está descrito, no solo detalladamente sino de forma enormemente vívida, en un estilo sencillo y animado, pero, además, a menudo da prueba de su mente abierta y crítica como, por ejemplo, en un divertido párrafo en el que cuenta cómo el obispo de Segor la lleva al lugar en el que la mujer de Lot había sido convertida en estatua de sal, y ella aclara: “Creedme, cuando nosotros inspeccionamos el paraje no vimos la estatua de sal por ninguna parte, para qué vamos a engañarnos”.

Egeria, una de las pocas mujeres que tienen calle en la ciudad de León, como ocurre en la mayoría de las ciudades con los nombres de otras mujeres ligadas a ellas.

El viaje parte de El Bierzo, en el año 381, atravesando la Galia (hoy, Francia) y el norte de Italia. De allí cruzó en barco el mar Adriático hasta Constantinopla, para llegar a Jerusalén, que era en principio el objetivo. Pero no se detuvo y visitó Jericó, Nazaret, Cafarnaúm, Belén, Galilea, Hebrón; visita el monte Horeb y vuelve a Jerusalén atravesando el país de Gesén. Un año después de comenzado su periplo, sale de Jerusalén hacia Egipto, pasando por Samaria y el Monte Nebo, y visita Alejandría, Tebas, el mar Rojo y el Sinaí. Continúa hasta Antioquía y recorre Tarso, Edesa, Mesopotamia, el río Eúfrates y Siria, para regresar de nuevo a Constantinopla. Ya habían pasado tres años desde su partida cuando decide volver a Gallaecia, “si tengo fuerzas”, tal como escribe en la última carta de su diario, pero lo que no debía tener es prisa, porque aún expresa su deseo de visitar Éfeso. A falta de las últimas páginas del manuscrito, no sabemos cuándo refrenó su espíritu aventurero. 

Es una de las escasísimas mujeres (el 15%) que dan nombre a una calle de León, aunque se llama Calle Monja Etheria, cuando los investigadores tienen bastante claro ya que no era monja y, a falta de mayor difusión del personaje, cualquiera puede pensar que el mérito de esa señora que da nombre a una calle entre los barrios de San Lorenzo y La Palomera es el de haber sido alguna beata que no llegó a santa; nada que ver con la personalidad que trasluce en su Itinerario la primera exploradora española. Para Eude, por cierto, aún ni un sombrío callejón.


Deja un comentario