ANNA DE TODAS LAS RUSIAS. Por Esther Bajo

Sección: La triple diosa

Viernes, 29 de marzo. 2024

¡Protégeme, viento, sepúltame!

Los míos no llegaron,
sobre mí está la noche peregrina
y la respiración de la tierra apacible.

Sólo quien ha amado y ha sufrido puede escribir unos versos como éstos. Hay que haber amado para escribir versos con esta ternura: “Tráeme un puñado del agua nuestra, / limpia y helada del Neva. / De tu cabeza dorada / limpiaré las marcas de sangre”. Y, desde luego, hay que haber sufrido mucho, pues, como otros de sus versos dicen: “Sin verdugo y sin cadalso / no se es poeta en la tierra”. Cualquier cosa puede ser un cadalso en un mundo injusto, cualquiera puede ser el verdugo, pero el suyo fue real y de los peores: Stalin.

Retrato de Anna Ajmátova realizado por Kuzma Petrovvodkin

Anna Ajmátova decidió ser poeta en una época (1886-1966) en la que todavía una mujer pobre nacía para ser mula de carga y una rica era una res –aun envuelta en lujo y sofisticación, como ella- para el mercado matrimonial. Desde luego, no era aún fácil decidir estudiar –Derecho, Latín, Historia y Literatura- y ser poeta. Incluso tuvo que cambiar su verdadero apellido, Andreyevna Gorenko- porque su padre consideraba tal profesión una vergüenza para su noble linaje. Pero esta solo fue la primera de las decisiones difíciles que tomó en su vida. La segunda –y más importante- fue seguir escribiendo cuando sus poemas fueron proscritos y Stalin –que la definió como “medio monja, medio puta”- la sometió a la crueldad de “respetar” su vida encarcelando o asesinando a las personas más cercanas a su corazón: su primer marido fue fusilado, el segundo murió de agotamiento en un campo de concentración, fueron encarcelados todos sus amigos y, sobre todo, su hijo, encarcelado durante años y luego deportado a Siberia; la tercera, continuar en su país, Rusia, a pesar del hambre y de la persecución, rechazando el amparo extranjero y padeciendo junto a su pueblo sus mismas desdichas.

Esta excepcional mujer, símbolo del exilio interior, es hoy considerada la más grande poetisa rusa y uno de sus poemas, “Poema sin héroe”, uno de los mejores del siglo XX. Pero tales reconocimientos solo los obtuvo en Europa en sus últimos años de vida y en su país no se publicó su obra hasta treinta años después de su muerte.

Por lo que dicen sus coetáneos, era una mujer imponente. El poeta Gueorgui Adamovich dijo que “era algo más que hermosa, algo mejor que hermosa”; su alumno, el gran poeta Joseph Brodski, decía que “su sola mirada te cortaba el aliento” y que “los versos dedicados a ella formarían más volúmenes que su obra entera”. No solo versos, también aparece en esculturas, fotografías y un famoso retrato de Modigliani. Estuvo enamorado de ella Pasternak –el autor del archifamoso “Doctor Zhivago»-, cuya vida es paralela a la de Anna. Ambos abrazaron la revolución rusa con la esperanza de acabar con la tiranía zarista e instaurar un nuevo régimen más justo, pero la ilusión sucumbió en la Gran Purga de los años 30, en los que Stalin convirtió la esperanza en terror. Ambos vivieron sometidos a la penuria y el acoso por la dictadura. El caricaturista Bill Mauldin ganó el Premio Pulizter en 1959 por una caricatura en la que Pasternak, haciendo trabajos forzados en Siberia, le decía a otro prisionero: “Yo gané el Premio Nobel de Literatura, ¿cuál fue tu crimen?”

Caricatura con la que Bill Mauldin ganó el Premio Pulitzer en 1959

Anna Ajmátova no ganó el Nobel, aunque estuvo propuesta en 1962, pero también pagó muy caro y a lo largo de toda su vida su talento, sin sucumbir a la tentación de retractarse o caer en la delación, sin dejar de escribir y sobreviviendo a duras penas con sus soberbias traducciones de Leopardi, de Rabindranath Tagore. Nunca tuvo una casa propia. Vivió de prestado en sucios y helados apartamentos comunales hasta que, con 65 años, le asignaron una pequeña cabaña. Durante años, fue una de las muchas mujeres haciendo interminables colas para llevar paquetes con ropa y comida a su hijo preso. Una de esas mujeres le preguntó un día si podría describir esa situación y ella contestó: “Puedo”. Escribió entonces el gran poema prohibido que se transmitió de memoria entre los resistentes: sus amigos que también escribían o pintaban en la sombra y esas mujeres sumidas en la angustia, la impotencia y la desesperanza, pero también la determinación y fortaleza. “Requiem” es el poema de las víctimas, de todas las víctimas.

Anna había comenzado a escribir a los once años y, aún muy joven, se había convertido en una de las figuras señeras del movimiento literario conocido como acmeísmo, palabra derivada de la griega acmé, relativa al apogeo o cumbre de algo; también conocido como adanismo por su objetivo de oponer al hermetismo, vaguedad y misticismo del movimiento simbolista, la palabra clara, precisa y comprensible para todos. “Amad más la existencia de una cosa que a la cosa misma y vuestra vida más que a vosotros mismos”, reza el manifiesto acmeísta escrito por Osip Mandelshtam, otro gran poeta, amigo y admirador de Anna, que fue encarcelado y murió en un campo de trabajo a los 47 años.

En esos años de juventud, Anna escribía más sobre el amor que sobre el dolor –poemas breves, como miniaturas psicológicamente intensas-, aunque siempre estuvo su poesía transida de la soledad y el temblor de la naturaleza, dedicados a veces a cosas triviales que alcanzaban con sus palabras una asombrosa hondura. “Yo amaba la ortiga y la bardana, / pero por encima de todo, al sauce plateado. / Agradecido, él vivió siempre junto a mí, / sus ramas sollozantes / cubrían de sueños mi insomnio. / Y, extrañamente, le he sobrevivido”. Sus poemas son siempre conmovedores, a veces en forma de letanía: “Hoy tengo que hacer muchas cosas: / Hay que matar la memoria. / Hay que petrificar el alma, / hay que aprender de nuevo a vivir”.

Lo que más admiro de esta poetisa, lo que considero su mayor logro, es haber conseguido, no solo formar palabras inspiradas sino inspiradoras porque, en la sombra, sus palabras fueron el alimento de tantos para mantener su capacidad de resistencia y libertad de espíritu.

Otra vez se avecina el Día de los Muertos.

Ya las veo, ya las oigo, ya las siento.
Y aquella, que no pudo soportar el sufrimiento,
y aquella, que ya no pisa el suelo materno,
y a la que sacudiendo su hermosa cabellera
dijo: “Vengo aquí como quien va a su casa”.
Quisiera, una a una, llamarlas por sus nombres,
Mas me han robado la lista, ya nunca podré hacerlo.
Para ellas he tejido este amplísimo manto
con sus propias palabras, con su llanto inconsolable.
Las recuerdo siempre, dondequiera que me encuentre,
jamás las olvidaré, aunque me asalte una nueva desgracia.
Y si algún día silencian esta boca atormentada
por la que gritan cien millones de almas
que también me recuerden como yo a ellas hoy
en vísperas del Día de Muertos”.
Monumento a Anna Ajmátova junto al río Neva.

Deja un comentario